Hay en los murales una fuerza de lo efímero que los hace más vivos. Son cuerpos que envejecen con el clima, que se agrietan con el tiempo. Y en cada grieta aparece otra ciudad, una ciudad que tiene el ritmo de las voces que la pintan. Los murales no son monumentos, no buscan la eternidad: son parpadeos de la memoria que nos recuerdan que las calles de la ciudad son apropiables. Los murales son reflejos de lo colectivo, pero también del individuo que se reconoce en la multitud. El mural, en su vulnerabilidad e inestabilidad, es un acto de confianza en la ciudad como un espacio vivo, en la calle como un territorio donde todavía es posible escribir y reescribir la historia. La ciudad de Córdoba fue declarada recientemente como la Capital Provincial del Arte Urbano. La inserción de la ciudad junto a las grandes capitales latinoamericanas, la coronación de un proceso poco lineal, ahora deliberado. Sin embargo, el arte urbano como categoría abarca mucho, pero nos dice poco. Sin pretensiones de juzgar cualidades artísticas, sino de entender la relación entre los murales y la ciudad, es posible una distinción que permite diferenciar el mural del arte callejero. El mural conserva un aire de ceremonia, de permiso otorgado. Un mural se planea, se encarga, se negocia, se legitima: con curadores, gestores, municipalidades. Es el hijo prolijo del arte público. Los permisos y los encargos le dan un barniz de legalidad: es arte con firma y factura, con algún sello de aprobación. En cambio, el arte callejero –el grafiti, la pintada, el stencil– se mueve en otro registro: la noche, la urgencia, la movilización, la provocación. Es arte a mano alzada que no pide permiso. Surge de la pulsión de marcar territorio, de decir algo rápido, antes de que lo tapen. Mientras que el mural busca diálogo y consenso, el arte callejero es el grito en la pared. A veces se solapan, no se distinguen firmas, se construyen de manera participativa. Intentar clasificar los temas que abordan los murales en Córdoba es un ejercicio casi inalcanzable. Este libro se anima a hacerlo y lo hace bien: muestra una ciudad atravesada por imágenes diversas, estilos que conviven y motivos que dicen mucho. Hay íconos del cuarteto y del fútbol, mujeres anónimas, rostros de niños; hay un esfuerzo insistente por traer la naturaleza a la ciudad y a nuestras conciencias; el monte nativo aparece una y otra vez. También están los relatos que refuerzan identidades barriales: murales que narran la historia del Pueblo Comechingón de La Toma y de Alberdi, y un repertorio de hitos que ensamblan la historia de Córdoba. La memoria de nuestro país sigue viva en muros que no se resignan al olvido y buscan a nietos y nietas desaparecidos. En otro plano, hay murales que narran lo inasible: imaginarios abstractos que abren puertas, dibujan ventanas y suben escaleras a mundos de fantasía que le agregan otras dimensiones a la ciudad. Si algo tienen en común los murales de la ciudad es que todos apelan al color, una estrategia de contraste contra muros apagados y puentes grises (Fernando Vanoli). Mirar las imágenes en el espacio público: Dos ejes ayudan a mirar con intensidad la relación entre imágenes y espacio público: la antropología visual y la representación de género en los murales. No es lo mismo ver los murales como simples decoraciones urbanas que entenderlos como un relato sobre la ciudad, un gesto político, un diálogo con el territorio o con las personas que lo habitan. Las imágenes tienen poder. Muestran y construyen cosas. Una fotografía no es tan solo un recuerdo, una publicidad es más que un anuncio, un mural va más allá de una pintura realizada en una pared. Todas las imágenes que nos rodean influyen en cómo entendemos el mundo y en cómo nos reconocemos a nosotres mismes (Débora Majul).