Spunkitsch
«Tócalo. Pasa los dedos. Despacio. Solo las yemas. Con calma. Pulgar y medio. Suave, suave, no lo vayas a torcer. Y es que la vaina, te digo, ya tiene sus años. Muchísimos. Y se ha puesto muy frágil. Frágil por los años y frágil por el clima. La humedad, por ejemplo. La humedad lo maltrata. Lo debilita. Lo pone quebradizo. Y por eso la tarea se me hace complicada. Difícil. Engorrosa. Pero igual me las arreglo. Cómo no: todo es cosa de práctica. Destreza. O maña, si quieres. Así que yo puedo hacerlo, y hacerlo muy bien, porque siempre me doy ese gusto. Ese lujo. Ese placer. Un placer desde que lo tocas. Con tocarlo nomás ya te relajas. Palpa su relieve. Tócalo, pálpalo, acarícialo. Se siente, ¿no? Se siente la diferencia. Ni hablar: es otra cosa. Otro material. Sin duda: no es como los otros. Ya no se hace, ya no se vende. Y la tinta… claro, eso también es importante. Le añade un toque. Una nota. Como un amargor. O picor. O acidez. O todo junto si acaso es posible. Y, luego, el sonido. Allí también hay una diferencia. Por supuesto, muchacho: tiene sonido. Eso que cruje. Crepita. Craquela. El papel retorciéndose bajo las llamas. Ahorita lo vas a escuchar: termino de armarlo y te lo pones en la oreja. Y, bueno, el caso es que sí: suena distinto. Suena, sabe y huele distinto. Y eso que solo hablamos del empaque. La cubierta. Continente, ¿comprendes? Y este continente resulta decisivo. Notorio. Fundamental. Este continente modifica el contenido. Porque, valgan verdades, el contenido, en realidad, no es ningún misterio. Tabaco nomás. Tabaco y listo.
Pero, diablos, con este papel… ¿cómo dices? Ah, ni modo: primero la leo. Siempre la leo. Antes de arrancarla, le doy una leída. Y la leo en inglés. Por supuesto, ¿no has visto la tapa? King James, ¿te das cuenta? Y además, ojo, la leo en voz alta. La recito. La declamo. La declamo y clamo… clamo al espíritu, ente, sustancia… fuerza, energía, como quieras… al mismo espíritu que poseyó el cuerpo y la mente del escriba. Clamo, ruego, suplico. Imploro por un poquito de… un poquito, una pizca, una gota… ¿perdón? Todavía. Recién Deuteronomio. Sí, pues, ya casi acabé con el Pentateuco… Y el punto es que, así como te digo, se inicia la sesión. La jornada. O quizá la liturgia. Porque has de saber... ¿qué cosa? No, no son muchos. Unos cuantos. No puedo exagerar. Lo que pasa es que la vaina, si te fijas, es una reliquia: una King James del siglo diecisiete. No, Chipana, no es una Biblia cualquiera. Y por eso me mido, ¿comprendes? Debo ahorrar. Pan para mayo, pues, muchachito. Además, ya te dije, la cosa no es fácil. Toma su tiempo. Liarlos es mucho trabajo. Liarlos es un lío».
El alumno probó el cigarrillo que le ofreció su maestro y a duras penas toleró una pitada. Buscó atenuar el escozor en la boca —no sabía fumar: el humo no pasó de la úvula— con cierto brebaje de tono champán que, según comprobó al instante, no era champán. Todavía quedaba un tercio de la botella. Cuando se sirvió de nuevo —en un vaso descartable y translúcido— el profesor detalló, a medias, la composición de la bebida:
«Poesía china. Poemarios chinos impresos en papel de arroz. Hiervo el papel por unas horas y dejo añejar ese líquido por varios meses. Después, claro, lo mezclo con hierbas aromáticas. A veces me lo tomo puro, y a veces, como ahora, rebajo el alcohol con Canada Dry».