La reina sobrecogida
La flor, en rosado salmón, ¿sería por fin una orquídea o una camelia? No estaba seguro, aunque tampoco quería estarlo. Juntaba los colores con la brocha, hacía que los pelos dejaran una huella hipnótica en los grumos terrosos y bermejos, y probaba el tono con un pincel fino, antes de cerrar los ojos y percibir el matiz. Amarillo y carmín, magenta enrojecido, o un bermellón que olía a naranjas muy maduras. En realidad daba lo mismo, con tal de que no fuera un rojo fuego ni un rojo de China ni el rojo escarlata de la sangre.
Acabaría imaginando esa flor, acabaría soñándola. Nada mal para un adorno de pétalos híbridos. En realidad poco importaba —una orquídea, una camelia— porque en definitiva allí encontraría las lealtades del deseo, que siempre traen buenas cosas, a pesar de algunos símbolos rengos. Las formas parecían ideales e impersonales. Y había manchas puras. Y ciertos contornos. ¿Era artificiosa esa flor? ¡Tenía que inventarla! E inventar también los pétalos carnales, los estambres voluptuosos, los pistilos invisibles, y darle vivas al artificio.
Ahora que digo eso, me acuerdo del pobre Couture. Ni orquídea ni camelia. Después de meter la nariz en la flor abierta y húmeda, después de olerla sin éxito y rascarse, Couture, incómodo, habría dicho: «Usted ha pintado un atavío amorfo, no una flor». La voz, timbrada y baja, estaría invadida por el terror de lo precario. Él era un anatomista de lujo, todo hay que decirlo. No así un botánico. Y, sin embargo, no había manera de negar que se trataba de una orquídea o una camelia, de un rojo menos vivo —rojo doliente— que el rojo cobrizo del cabello de mademoiselle.
Couture habla, me insulta: El único bebedor de ajenjo que puedo ver es el pintor que ha pintado esta cosa inclasificable. No digas nada más, Maestro. No sigas. Sal de mi mente. O cállate.
Y la voz timbrada y baja se va lejos, aunque permanece audible aún, como en lontananza.
¿Por qué esa obsesión de Couture por el orden dórico y la gestualidad grecolatina? Había estatuas. Muchas estatuas. Y yesos rotos. Pero nada de la vida real (excepto el mal griego). La vida real no estaba allí, ¡por Dios! Ni por asomo. ¿No es verdad? Usted lo conoció. A ver, dígame algo. Hablemos un poco, querida. ¿Por fin seguiste aquellas lecciones de dibujo? Magnífico. Ah, qué obediente, te quedas muy quieta y eso me complace. Aún no termino. Éste es nuestro último encuentro y todavía me faltan... hmm... ¡me faltan dos o tres cosas! Pero igual son pocas. Puedes abrir la boca, mover los labios, agitar la lengua y contarme lo que sea. No tenemos por qué estar callados aquí. Si Oller te viera así, quedaría encantado. Él viene del trópico y... ¿no son como de fuego sus cabellos, mademoiselle? Porque usted es una auténtica curiosidad, ¿sabe?